Se cuenta que Eneas, junto a los derrotados troyanos huyeron, y buscaron por largo tiempo un lugar donde re-construir Troya… Caminaron y caminaron… no encontrando nunca el lugar… Una mañana se levanta Eneas de un sueño. ¡Amigos! –les dice– ¡no se trata de encontrar un lugar donde reconstruir Troya, se trata de encontrar un lugar para construir la nueva Troya! Se encontraban en un valle rodeado por siete colinas… Ese día surgió algo nuevo: Roma. Eneas creyó por mucho tiempo que sólo había que reconstruir Troya, hasta que se dio cuenta que eso era imposible. ¿Cuándo es el momento de crear una nueva Troya? ¿Es necesario replantearnos preguntas fundamentales acerca de nuestro modo cómo vivimos, nuestra relación con las otras personas, con nosotros mismos, con el medio social y cultural, con nuestra historia, con el planeta mismo? ¿Es necesario mirar de nuevo que territorios estamos buscado conquistar, que queremos construir? Comencemos afirmando que vivir en un determinado ámbito de creencias no es inocente. Cada creencia, opinión, juicio, afirmación o convicción sobre la que construyamos nuestra vida genera el mundo de posibilidades que habitamos: abre ciertas posibilidades y cierra otras. Pasemos revista someramente a algunas de estas convicciones más profundas, más invisibles, más generales…

La Cosmología que habitamos, es decir, nuestra convicción acerca de dónde existimos, cómo es el Cosmos, qué es el tiempo, cómo es la Tierra, de qué está hecho el Mundo, cual es su comienzo y cual es su fin, puede aparecer como muy lejana y abstracta; a pesar de ello, como veremos, determina nuestras más triviales decisiones. La Epistemología que habitamos, es decir, nuestra convicción acerca de cómo se puede realmente conocer lo que es o existe, de qué es la verdad, la objetividad; nuestra creencia de cómo puede el hombre conocer o cómo pueden conocer otros seres, etc. está a la base de las decisiones más importantes que afectan a nuestra vida. Más aún, la Ontología que habitamos, nuestra concepción acerca de que es lo que existe, cual es la naturaleza de las cosas, de los seres vivos, de los seres no vivos, de qué es una obra de arte y en qué se diferencia de un objeto técnico, en último término incluso de quienes somos nosotros – que hay en nosotros que nos convierte en seres humanos– que se encuentra a la base tanto de nuestra visión de la Cosmología como de la Epistemología, determinará nuestras posibilidades de ser.

Pues bien, pareciera que hay consenso entre filósofos y científicos, hombres de arte y de comunicación que la concepción que se ha ido construyendo los últimos dos mil quinientos años en Occidente, y que ha adquirido estatus ya de sentido común, está llegando a su fin. Por múltiples lados vemos que tal concepción es insuficiente para responder a las interrogantes y desafíos que nos plantea el mundo actual. Múltiples alternativas a esta concepción tradicional se están investigando en este momento. Este trabajo apunta a determinar algunos elementos centrales de lo que consideramos una nueva mirada. Acerquémonos a nuestra concepción tradicional acerca de la Cosmología. Ella se ha ido constituyendo a lo largo de muchos siglos, milenios incluso… Desde la antigua Babilonia, desde los primeros mapas astrales vienen las configuraciones e incluso algunos nombres de constelaciones que todavía se encuentran en nuestro zodiaco. Así, mucho de nuestro sentido común actual acerca del universo viene de concepciones muy antiguas. Por otra parte, aunque no hay muchos que creen hoy en día que la Tierra sea plana, pocos saben que ya en el siglo III antes de Cristo los griegos habían calculado su redondez de un modo más exacto que Colón. Así pues, ¿cómo llega a trasformarse una interpretación en nuestro sentido común, a tal nivel que ni siquiera nos damos cuenta de ello? Nuestro sentido común actual acerca de qué es y cómo es el Universo fue creado por los científicos de la modernidad, desde Copérnico y Galileo hasta Newton.

A Galileo debemos nuestra concepción que el libro del Universo está escrito en lenguaje matemático. En su libro Il Saggiatore (algo así como «El que intenta», de 1623), Galileo dice: «La filosofía está escrita en este gran libro, el universo, que está continuamente abierto a nuestra mirada. Pero el libro no puede entenderse a menos que uno primero aprenda a comprender el lenguaje y leer las letras de las que está compuesto. Esto está escrito en el lenguaje de las matemáticas y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las que es humanamente imposibles comprender una sola palabra del mismo».

A Newton le debemos la primera gran síntesis de nuestra concepción moderna del mundo físico. Su concepción es que el espacio es un gran contenedor, único e infinito, que contiene todo otro espacio. Imaginemos algo así como una caja que está dentro de otra caja, y esta dentro de otra, hasta el infinito –el espacio– que sería la caja que contendría toda otra caja. Concibe el tiempo como una sucesión de momentos, todos iguales e indistinguibles, respecto de los cuales se puede determinar toda posición relativa de todo otro movimiento. Estas concepciones siguen estando a la base de nuestro modo más cotidiano de entender el lugar en que vivimos, de qué significa viajar, qué es producir, etc. Si bien, como ciudadanos informados hemos escuchado de A. Einstein y la relatividad, ella no está todavía incorporada a nuestro sentido común. Mucho menos la concepción de la física cuántica o la teoría del caos, etc. Consignemos que, si bien nuestro actual sentido común sospecha que hay otros conocimientos acerca del Universo además de Newton, este no intenta poner en duda el principio de Galileo, de que la representación más verdadera del Universo, en todos sus sentidos, debe ser en lenguaje matemático. Si bien, bajo este concepto no entendemos ya la simple geometría de Galileo, seguimos pensando que, finalmente es el refinado lenguaje matemático de la ciencia quien describe la verdad del mundo real. Wittgenstein ilumina este punto con su acostumbrado humor: “Ninguna confesión religiosa ha pecado tanto por el mal uso de expresiones metafísicas como las matemáticas”

Wittgenstein, L.; Aforismos. Cultura y valor. Espasa Calpe, Austral, 1996, aforismo 6. p. 32

Esto nos lleva al tema de la naturaleza de lo que existe en el universo y a la manera cómo lo conocemos. Cada vez es más común aceptar que, si bien lo que existe no es sólo la materia y sus relaciones, sino que también tenemos que incorporar la energía, seguimos creyendo que la ciencia que finalmente describe rigurosamente la última dimensión del universo es la física. A ella se reduce fácilmente la química; la biología es más bien un campo particular de fenómenos –un epifenómeno–, la vida como un orden emergente de las leyes físicas; y con ello todas las ciencias llamadas humanas o del espíritu no son sino expresiones todavía imperfectas de este modo de explicación: en un tiempo más, la psicología o la sociología serán tan ciencias experimentales como la física. Así, esta cosmología de la individualidad (la partícula y sus relaciones), del lenguaje único –el matemático– lleva incorporada también una cierta interpretación de la Epistemología.

Uno de los aspectos fundamentales de cómo habitamos el dominio que llamamos Epistemología es que éste determina nuestras posibilidades de aprender. No sólo nos señala qué conocemos, cómo conocemos sino también qué se puede y qué no se puede aprender del mundo. Nuestra Epistemología de sentido común nos define que la manera correcta de acercarnos al Mundo – que está sencillamente allí, como una realidad externa–, es poniéndonos en algún punto de vista (como imaginar, soñar, recordar, percibir, etc.) y que dentro de ellos, el privilegiado es el punto de vista de la “objetividad”. Nos enseña que aprender es aprende a tener distancia. Esta distancia, que llamamos objetividad, que pone las cosas como “objetos”, “allí”, señala también que aprendemos acerca de ellos. Y esto en dos sentidos. Por una parte, aprendo acerca de los pájaros, pero yo no aprendo de ellos, es decir, tengo que negarme y negar mi propia viviencia si quiero ser “objetivo” Por otra, yo aprendo todo acerca de los pájaros, pero ellos no tienen nada que enseñarme. Es decir, aprendo acerca de ellos, pero no de ellos. De algún modo, la Epistemología reinante nos deja a los seres humanos provistos de instrumentos exquisitos, pero abandonados en un Universo de relojes y nubes, vacío de seres con los cuales convivir. La Epistemología a su vez tiene su propio lenguaje: así como la Cosmología debe estar escrita en lenguaje matemático, la Epistemología debe estar estructurada en términos de lenguaje lógico, donde se elimine no sólo la contradicción sin también lo paradojal, el desorden, la confusión, el caos… Y esto nos lleva a conectarnos con la actual Ontología de sentido común. Iniciada hace veinticinco siglos por Parménides de Elea, luego estructurado por Platón y Aristóteles; reformulada en la modernidad por Descartes y Kant, se basa en la absoluta primacía del Ser por sobre el No-ser, la Sombra, la Negación y la Nada. Una Ontología del Absoluto donde lo contrario del Amor es el Des-amor, de la Sanidad la Locura… Pues bien, ¿en qué estamos hoy? De algún modo sentimos que esta manera de habitar el mundo se ha vuelto insuficiente. Se acumulan evidencias que el antiguo paradigma no es suficiente para hacerse cargo de los desafíos que estamos viviendo.

El cambio climático global no sólo sucede “allí afuera”, en el mundo exterior; está unido a la falta de sentido y de dirección de mi acción. A su vez, la decisión sobre la fuerte energética de mi empresa no es sólo una pregunta “técnica”; está relacionada con la ética de mis clientes, mi propia visión de lo que es importante para mí, los míos, mi país, el futuro del planeta; etc. ¿Dónde encontrar un nuevo punto de partida para una nueva visión de mundo? ¿Hay un punto de apalancamiento, qué permita vislumbrar un nuevo espacio para la acción de los seres humanos? ¿Cuál es el nuevo “giro copernicano” que necesitamos? En una hermosa conjunción, a mediados del siglo XX se produce en la filosofía, en las ciencias humanas, así como el la literatura, el arte, el cine un cierto vuelco hacia dimensiones de lo humano hasta ese momento desconocidas. Comienza en el lenguaje.

una frase determinada, cuya característica esencial es que posee valor de verdad –es decir, que es verdadera o falsa, pero no ambas cosas a la vez–, y que posee tal valor cuando se ajusta a la verdad de los hechos: cuando hay adecuación entre el “intelecto y la cosa”. Un ejemplo de esto son las expresiones del tipo: “El almohadón está sobre el sofá”. Ella será verdad si el almohadón efectivamente está sobre el sofá. En la búsqueda de lenguajes absolutamente “correctos”, es decir, que cada frase diga absolutamente sólo un significado –como es el intento del primer L. Wittgenstein–, este filósofo llega a decir que los lenguajes naturales son una fuente insuperable de errores, que mejor es olvidarse de ellos para una correcta comunicación… Pero ya, desde los trabajos de E. Husserl, de G. Frege, y luego de M. Heidegger, como también del segundo Wittgenstein, se empieza a producir un vuelco hacia otras dimensiones del lenguaje: el lenguaje cotidiano. Pronto J.L. Austin y luego J. S. Searle estructurarán lo que los lingüistas llaman el ámbito de la pragmática del lenguaje, que aparece como una capa más profunda del lenguaje. Cuando hablamos, dirá Austin, no sólo usamos el lenguaje para describir algo –un árbol, el niño que está corriendo–, el lenguaje mismo ya es acción. Al hablar, pensar, comunicarnos entre nosotros no sólo describimos –o incluso “trascribimos” nuestros pensamientos a palabras– sino también actuamos, hacemos que sucedan cosas, generamos el mundo.

Veamos esto más de cerca: Si bien hay expresiones como: “El almohadón está sobre el sofá”, incluso otras como “Me duele una muela”, que las podemos entender como frases que describen algo, que pueden ser verdaderas o falsas; ¿qué dicen expresiones tales como: “Te prometo devolverte el libro mañana”? Si bien son gramaticalmente correctas, no describen nada, ni tampoco son verdaderas o falsas… ¿Son sencillamente un sin sentido? Decimos, siguiendo a Austin, que ellas no describen el mundo, son un nuevo tipo de acción, del cual no nos habíamos percatado, y que estará al centro de la práctica de lo que llamamos coaching. Así, cuando le digo “gracias” a mi mujer por el café que me trae, no estoy describiendo una sensación que se produce en mi “interior”, no le estoy comunicando que estoy “sintiendo” esa sensación. Tampoco estoy describiendo el deseo que tengo de agradecerle su gentileza. El decir “gracias” es generar el acto de agradecimiento. En el acto de “decir” “gracias” ya estoy agradeciendo. No hay nada “detrás” o “además” del acto mismo de enunciarlo. Y esto mismo sucede cuando un juez dicta una sentencia. El acto de decir: “Está Ud. condenado a presidio simple por tres años y un día” genera el mundo para el reo por los próximos años, pero también para sus familiares, etc. El arbitro que declara un gol, aunque 80.000 mil espectadores, 22 jugadores y muchos televidentes no estén de acuerdo. Más aún: nuestra realidadcultural” está constituida sólo en el lenguaje. Nuestros países, nuestras instituciones (universidades, empresas, organizaciones, etc.) tienen su existencia primariamente en el lenguaje. Si la Universidad de Harvard cambia su sede física, no por ello desaparece. Pero, ¿qué constituye, entonces, la identidad de esta universidad? Esta perspectiva genera nuevas posibilidades de interpretar lo que es la naturaleza de las cosas, nuevas posibilidades de comprender qué es la acción humana. Así, muchas de las cosas que decimos que “existen”, existen pues son generadas en el lenguaje. Este punto será central en la práctica del coaching. Muchas veces la ineficacia de nuestra acción está constituida por nuestra ignorancia de este punto: no sabemos hacer el acto que genera la existencia que buscamos. Un imaginario oponente podría sostener sin embargo que, si bien hay cosas como “los países” o “el matrimonio”, que podrían estar fundadas en el lenguaje, hay también cosas como “árboles” y “montañas” que sencillamente están “ahí”, independiente de todo lenguaje. Pues bien, desde la Epistemología surge un extraño fenómeno: si “existe” algo que no podemos distinguir, esto sencillamente no existe. O dicho de otra manera, incluso la existencia es una distinción que hacemos en el lenguaje. Desde los indios americanos que no podían “ver” las carabelas de Colón, hasta los científicos que no “percibían” los rayos X, hasta que los “descubrió” Röngen. Los experimentos sobre la capacidad de percepción del cerebro demuestran que los mecanismos de selección de la información priman por sobre los mecanismos de recepción: si recibimos una cierta cantidad –alrededor de dos millones de bits por segundo–, nuestra apercepción (el darnos cuenta de los que percibimos) es de apenas 2.000 bits por segundo. Ahora bien, ¿Qué ha cambiado en esta percepción del lenguaje? En primer lugar, en nuestra antigua concepción del lenguaje, aparecía como un avance el dejar fuera los contextos de las sentencias al definir su significado. Quizá incluso hoy, para algún lingüista el reducir el fenómeno sólo al significado de las expresiones sea una ventaja; no para quién quiera habitar más efectivamente en el lenguaje y sus posibilidades. Vimos aparecer la importancia del contexto al interpretar un texto. Y este contexto está dado no sólo por una situación determinada, sino por aspectos y capas profundas de esa situación. Veámoslo: la frase “Está lloviendo”, aunque tiene un cierto significado – que podemos, por ejemplo, traducir sin problemas– su sentido cambia si el contexto es la pregunta de mi hija acerca de qué se pone este día, a si ella es la respuesta a mi invitación a salir juntos a dar un paseo. En el primer caso su sentido es “¡abrígate!”, en el segundo, un claro “no”. Pues bien, con sorpresa descubrimos que los sentidos de las frases los trasmitimos de modos muy particulares. De pronto cobra todo su valor las dimensiones no lingüísticas del lenguaje: la postura del cuerpo, la entonación de la voz, el leve matiz de los ojos, la ropa que usamos, el lugar, mi historia y la tuya, el dominio de preocupaciones e inquietudes en que nos hayamos, etc. Austin describe esto como distintos niveles del habla: el primer nivel, locucionario, es el nivel del significado en sí de las sentencias, aquello que se puede “traducir”, lo que se dice; en nuestro ejemplo: “Está lloviendo”. El segundo nivel, ilocucionario, el sentido de lo que se dice, lo que quiero decir, que incluye el contexto, etc. En nuestro caso: “¡Abrígate!” o “No quiero salir a pasear contigo”. Y un tercer nivel, perlocucionario, el efecto o resultado de este decir: “Me preocupa tu salud” o “Me siento rechazado como padre”, etc. Dejemos anotado aquí, que esta nueva visión sobre el lenguaje abrirá toda una nueva perspectiva sobre lo que es el escuchar: Ello ya no tendrá sólo que ver con “comprender los significados” de las palabras y de las frases, y no se resolverá tampoco a nivel biológico, de percibir acústicamente lo emitido; se pondrá en una nueva dimensión: la comprensión del contexto vivencial, experiencial, incluso existencial desde donde un ser humano participa de la danza del hablar y del escuchar. Cuando se revela que el lenguaje no sólo tiene un nivel locucionario, sino que los significados se alterar en un nivel ilocucionario, los estudiosos del lenguaje se sintieron anonadados: si a nivel de significado habían tantas palabras, en tantos idiomas; con tantas posibilidades de organizar gramáticamente estas palabras, ¿qué caos revelaría esta nueva capa del lenguaje?, ¿cuál podría ser su aporte efectivo a la comunicación?

Austin encontró un fenómeno extraordinario: en esta capa del lenguaje podíamos distinguir unos pocos actos del lenguaje, que aparecían en todas las lenguas, y que se podía describir en términos muy sencillos. Más aún, muchos de los problemas tradicionales de la filosofía, se disolvían en este nuevo espacio de interpretación. Aquellos actos del lenguaje los reconocemos hoy como las declaraciones y juicios, las afirmaciones, los pedidos, las ofertas y las promesas. Durante nuestro programa tendremos ocasión de estudiarlos con mayor profundidad, viendo la importancia que tienen en el ejercicio del coaching.

Ontología
Uno de los grandes avances del coaching es dar un paso más, sacando el tema de la revolución del lenguaje de la esfera de la Epistemología y ponerlo en el espacio de la Ontología. Siguiendo los pasos de M. Heidegger, que amplía el tema de la ontología tradicional, que ponía el acento en la investigación del “ser en cuanto ser” (según la definición de Aristóteles), Heidegger se pregunta por los diversos modos de ser.

Entre ellos, tendrá una especial preeminencia el modo de ser que somos nosotros mismos. Pero Heidegger le agrega a este punto un elemento más: ¿dónde vamos a mirar a este ser que somos nosotros.

En estricto rigor, es el maestro de Heidegger, Edmund Husserl, el creador de la Fenomenología que utiliza el término “ontologías regionales” para describir distintos modos del ser; pero es Heidegger el que desarrolla explícitamente el modo de ser de los seres humanos, en su libro ya fundamental: Ser y Tiempo.

Lenguaje
El siglo XIX se había caracterizado por una extraordinaria apertura a las lenguas clásicas, a la investigación de lenguas orientales, a la búsqueda de una lengua originaria –de la cual provendrían las lenguas actuales–, incluso a la creación de una lengua universal desde la racionalidad: el esperanto. Sin embargo, la comprensión de estos fenómenos se hacía en torno a su estructura gramatical. El paradigma que sustentaba esta postura era que los lenguajes son primeramente instrumentos de comunicación, que contienen una racionalidad –la lógica, que ya había revelado Aristóteles– que tiene que transmitir con claridad los resultados, por una parte de la experiencia, por otra, de la reflexión. La síntesis de ambos se produce en mismos? ¿En mí o en el otro? ¿En cuanto es sujeto de una frase, o cuando es observador científico? ¿Cuando actúa como genio, como héroe o como santo? Su respuesta fue desconcertante y exigió mucho tiempo hasta ser comprendida: en su cotidianidad, o dicho de otro modo, en el espacio donde su actuación es transparente. En este espacio, los seres humanos no vemos (ni pensamos) cómo actuamos, no vemos desde donde actuamos; sencillamente actuamos revelando las posibilidades que nuestra situación (existencial) nos ofrece; posibilidades que hemos heredado, en que hemos caído, o que, en nuestra deriva personal hemos desarrollado… Es decir, el lugar en que habitamos cotidianamente. El coaching abre este espacio de cotidianidad a una nueva mirada: ¿Qué pasa si este espacio cotidiano de habitar mis posibilidades, este espacio existencial, es observado por otro ser humano, comprometido con el despliegue de un modo de ser que, estando dentro de mis posibilidades, está oculto bajo el manto de la cotidianidad y la transparencia? Este es el lugar del coaching. Este coaching es ontológico en tanto acepta como su ámbito de intervención, no sólo la mera acción y sus resultados, sino que se centra en que ésta surge de un modo de ser. Es ontológico en un segundo sentido: el ser que somos ha sido generado por nosotros mismos.

Tercero, somos los seres que sabemos que somos. Sabemos de nuestras posibilidades y sabemos que, entre estas posibilidades está la de cambiar. Es ontológico en tanto que nuestro saber es transformador. Es ontológico también en tanto que nuestro modo de ser no está dado; tenemos que elegir ser el ser que somos; es decir somos responsables. En nuestro modo de ser está en juego nuestro ser, nuestras posibilidades.

El lugar del coach
De aquí surge la interpretación del coach como observador. Si bien los seres humanos habitamos en mundo de trasparencias, con sus espacios de ceguera y dominios de competencias, con lugares invisibles y fuera de nuestras posibilidades y otros con ellas desarrolladas, el coach se puede poner en un cierto lugar, que podemos denominar la danza, desde el cual puede ofrecer al cochee una posibilidad de interacción que le permita a éste reflejar el espacio de posibilidades que él habita en la transparencia, y así volverlo visible, susceptible de entrar en el dominio del diseño ontológico, es decir, volcarlo en un espacio de responsabilidad existencial, posible de ser resignificado, reconstituido, regenerado. Es lo que llamamos coaching ontológico.

Esa noche despertó. No sabía su nombre ni dónde se encontraba. Miró al cielo, nuevas estrellas, desconocidas iluminaban el Kosmos. A su alrededor seres luminosos, igual que él, se ponían de pie… En el horizonte, nuevas Troyas, nuevas Romas…
Te recomendamos, para profundizar en algunos de estos temas: – J.L. Austin: Como hacer cosas con palabras. (Especialmente desde las conferencias VI a la XII). – M. Heidegger: Ser y Tiempo. (Introducción y parágrafos 12-14).

Una nueva Troya
Aldo Calcagni González Marzo 2007
The Newfield Network