No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos. Declara un extracto de Rafaél Echeverría.

A primera vista, este pudiera parecer un principio inocente, sin mayores consecuencias. Sin embargo, basta mirarlo con algún detenimiento para comprobar que está cargado de dinamita.

En efecto, si sostenemos que no podemos saber cómo las cosas son, ello implica que debemos abandonar toda pretensión de acceso a la verdad. Pues, ¿qué otra cosa es la verdad sino precisamente la pretensión de que «las cosas son» como decimos? Sostenemos que la verdad, en nuestro lenguaje ordinario, alude a un juicio que realizamos sobre una determinada proposición lingüística que le atribuye a ésta la capacidad de dar cuenta de «cómo las cosas son».

Ser y verdad son dos pilares fundamentales y mutuamente dependientes de la armazón metafísica. Verdad y acceder al ser son dos formas de referirse a lo mismo. Si, por lo tanto, se bloquea el acceso al ser (al cómo las cosas «son»), se bloquea simultáneamente cualquier pretensión de acceso a la verdad. Nietzsche, hablando sobre la relación entre pensamiento y ser, sostiene: «Parménides dijo: ‘No se puede pensar el no-ser’. Colocándonos en el extremo opuesto, decimos: todo aquello que puede ser pensado es, con seguridad, ficticio».

Si examinamos el postulado que afirma nuestra capacidad de acceder al ser de las cosas y, por lo tanto a la verdad, nos encontramos de inmediato con múltiples dificultades. Tomemos, a modo de ejemplo, algunas situaciones.

Maturana ha argumentado convincentemente sobre las dificultades que encontramos al suponer que nuestras percepciones corresponden a las entidades que pueblan nuestro mundo exterior. Nuestras percepciones, nos señala, resultan —y no pueden sino resultar— de las condiciones propias de nuestra estructura biológica y no de los rasgos de los agentes perturbadores de nuestro medio. En otras palabras, los seres humanos no disponemos de mecanismos biológicos que nos permitan tener percepciones que correspondan a cómo las cosas son. Los sentidos, por lo tanto, no nos proporcionan una fiel representación de cómo las cosas son, independientemente del observador que las percibe.

¿Implica lo anterior negar lo que la filosofía ha llamado «el mundo exterior»? ¿Significa esto que debemos negar la existencia de un medio y de aquello que lo puebla? Obviamente, no. Negar que podamos conocer cómo las cosas son, no implica negar su existencia, sean ellas lo que sean. Se trata sólo de negar el que podamos conocerlas en lo que realmente «son», independientemente de quien las observa.

Es importante reconocer que desde hace ya mucho tiempo la lógica moderna se ha distanciado de la noción de verdad relacionada con nuestra capacidad de aprehensión del «ser» de las cosas. Para la lógica moderna las cuestiones de verdad se limitan a asegurar la coherencia interna entre distintas proposiciones. Ello implica que sólo podemos hablar de verdad al interior de determinados sistemas de proposiciones. Lo que no podemos hacer es asegurar la verdad del sistema en cuanto tal por cuanto todo sistema de conocimiento descansa en supuestos que no son parte del sistema en cuestión, y el sistema del cual tales supuestos forman parte descansa, a su vez, en supuestos que, nuevamente, tampoco pertenecen a dicho sistema, y así sucesivamente. La verdad, por lo tanto, es simplemente un juego lógico de coherencias internas dentro de un sistema «dado». En este contexto, decir que algo es verdadero sólo equivale a sostener que es coherente con otras proposiciones que aceptamos como válidas. Esto muestra la circularidad del conocimiento, como lo reconociera la hermenéutica.

El cuestionamiento de la capacidad de los seres humanos de acceder a la verdad plantea, de inmediato, dos desplazamientos significativos. El primero de ellos implica que el centro de gravedad en materias de conocimiento se desplaza desde lo observado (el ser de las cosas) hacia el observador. El conocimiento revela tanto sobre lo observado como sobre quien lo observa. Perfectamente podríamos decir: dime lo que observas y te diré quién eres. Esta es, precisamente, una de las premisas centrales de la disciplina que hemos bautizado con el nombre de «coaching ontológico». Ella descansa en la capacidad de observar lo que alguien dice con el propósito no sólo de conocer aquello de lo cual se habla, sino de conocer (interpretar) el alma (entendida como la forma particular de ser) de quien habla.

Sostenemos que lo que acabamos de señalar representa una de las intuiciones más geniales de la filosofía de Nietzsche. Este siempre procura establecer la conexión entre las interpretaciones y el intérprete, entre lo dicho y quien lo dice (el orador). Nietzsche siempre busca el hilo de Ariadna que permite salir del laberinto del conocimiento, donde habita el minotauro de la verdad, hacia el espacio abierto de la vida. Y para comprender la vida Nietzsche se ve obligado a reconocer el papel fundamental que en ésta juegan las emociones. Nietzsche ha sido el gran filósofo de la vida y del mundo emocional. No en vano se ha detenido a examinar las consecuencias que resultan del miedo de los seres humanos a la experiencia de la nada (el nihilismo) y el papel central que en nuestra historia (en nuestras interpretaciones y prácticas) le ha cabido al resentimiento.

El segundo desplazamiento tiene que ver con los criterios de discernimiento entre interpretaciones contrapuestas una vez que hemos cuestionado nuestra capacidad de acceder a la verdad. Un primer aspecto que reconocer en esta dirección es que si aceptamos el postulado según el cual no podemos saber cómo son las cosas, ello significa que no podemos sostener que esto mismo que postulamos pueda ser considerado como verdad. Ello equivaldría, obviamente, a comenzar contradiciendo y, por lo tanto, invalidando el propio postulado que estamos haciendo. Por desgracia no hay recurso dialéctico que pueda resolvernos esta contradicción. Cabe entonces preguntarse: Si no podemos sustentar que este postulado es verdadero, ¿qué sentido tiene hacerlo?

Esta pregunta está estrechamente relacionada con otra: si, como decimos, no podemos postular la verdad, ¿significa que todo lo que digamos o sustentemos da lo mismo? ¿Significa acaso que todo está igualmente permitido? ¿Significa que cualquier proposición, cualquier interpretación, es equivalente a cualquier otra? En otras palabras, ¿es la verdad el único criterio de que disponemos para discernir entre proposiciones o interpretaciones diferentes? ¿Es la verdad el único juego disponible? O dicho incluso de otra forma, ¿cuál es el precio que debemos pagar si optamos por sacrificar el supuesto de que los seres humanos somos capaces de acceder a la verdad? ¿Qué perdemos? ¿Qué se gana?

De hecho, aunque estas últimas puedan parecemos preguntas prosaicas o utilitarias, son aquéllas con las nos sentimos más cómodos. Ello, porque sitúan el problema en el terreno mismo en que tales preguntas requieren, desde nuestra perspectiva, ser contestadas: el terreno de la pragmática. Sostenemos que al sacrificar el criterio de la verdad no quedamos desprovistos de otros criterios de discernimiento para discriminar entre distintas interpretaciones. En una frase: no toda interpretación es igual a cualquier otra. Lo que permite discernir entre diferentes interpretaciones es el juicio que podamos efectuar sobre el poder de cada una de ellas.

El tema del poder es uno de los grandes temas de la ontología del lenguaje, como también lo fuera de la filosofía de Nietzsche. Debemos advertir, sin embargo, que para entender adecuadamente la cuestión del poder será necesario efectuar algunos desarrollos que todavía no hemos realizado. Ello no obsta, sin embargo, para que podamos apuntar hacia aquello que está involucrado cuando hablamos de poder.

El lenguaje, sostenemos, no es inocente. Toda proposición, toda interpretación, abre y cierra determinadas posibilidades en la vida, habilita o inhibe determinados cursos de acción. A esto nos referimos cuando hablamos del poder de distintas interpretaciones: a su capacidad de abrir o cerrar posibilidades de acción en la vida de los seres humanos. Este es el criterio más importante que podemos utilizar para optar por una u otra interpretación.

Cuando cuestionamos nuestra capacidad de acceder a la verdad, una objeción espontánea que encontramos consiste en señalar a la ciencia como una refutación evidente de lo que sostenemos. No podemos desmentir el hecho de que, efectivamente, estamos habituados a considerar que lo que hace la ciencia es justamente revelar como las cosas son. Su poder pareciera residir en ello. Pero ello no es sino una determinada interpretación de lo que la ciencia hace, por muy habituados que podamos estar a ella. Maturana y Várela nos sugieren otra interpretación muy diferente, que posee el gran mérito de que prescinde de la invocación a la verdad. Ellos sostienen que lo que caracteriza las explicaciones científicas de otro tipo de explicaciones es el que las primeras son explicaciones que permiten regenerar los fenómenos que explican. Lo que diferencia, por lo tanto, a las explicaciones científicas es su poder generativo.

Lo dicho en esta sección, nos permite sostener que la interpretación que aquí llamamos la ontología del lenguaje puede abrir posibilidades de acción y de intervención que otras interpretaciones no pueden ofrecer. Considerando a los seres humanos como seres lingüísticos (y a partir de las sucesivas reinterpretaciones que hacemos a partir de este primer postulado), reivindicamos que abrimos posibilidades de intervención en la vida que están cerradas en otras interpretaciones.

Los seres humanos hemos estado demasiado tiempo en disputa sobre la verdad de nuestras interpretaciones. Lo único que está realmente en juego es el poder que resulta de estas interpretaciones, la capacidad de acción para transformarnos a nosotros mismos y al mundo en que vivimos. En su XI tesis sobre Feuerbach, Marx señalaba que los filósofos sólo se habían dedicado hasta entonces a interpretar el mundo, cuando lo que importa es transformarlo. La capacidad de transformación del mundo, replicamos, está asociada al poder de nuestras interpretaciones.

Comentarios:
Diferencia del Enfoque sistémico con el Enfoque Tradicional y otras áreas del pensamiento.
Bajo la perspectiva del enfoque sistémico la realidad que concibe el observador que aplica esta disciplina se establece por una relación muy estrecha entre él y el objeto observado, de manera que su «realidad» es producto de un proceso de co-construcción entre él y el objeto observado, en un espacio y tiempo determinado, constituyéndose dicha realidad en algo que ya no es externo al observador y común para todos, como lo plantea el enfoque tradicional, sino que esa realidad se convierte en algo personal y particular, distinguiéndose claramente entre lo que es el mundo real y la realidad que cada observador concibe para sí.

La consecuencia de esta perspectiva sistémica, fenomenológica y hermenéutica es que hace posible ver a la organización ya no como que tiene un fin predeterminado (por alguien), como lo plantea el esquema tradicional, sino que dicha organización puede tener diversos fines en función de la forma cómo los involucrados en su destino la vean, surgiendo así la variedad interpretativa. Estas visiones estarán condicionadas por los intereses y valores que posean dichos involucrados, existiendo solamente un interés común centrado en la necesidad de la supervivencia de la misma.