Según Zenón de Elea (y luego algunos sofistas) solamente puede hablarse del ser. Del no ser no puede enunciarse nada. Por lo tanto, el error es imposible. Una proposición que no sea verdadera no puede recibir el nombre de proposición; es, a lo sumo, un conjunto de signos carentes de sentido. Los autores que no admiten tal doctrina radical señalan que el error se da en proposiciones tan significativas como las que expresan la verdad. La diferencia entre las proposiciones falsas y las verdaderas consiste en que mientras las primeras no designan nada real, las segundas designan algo real. En tal caso, el error es definido como un decir ‘S es P’ en vez de decir ‘S es R’ si S es R y si S no es P.

Aristóteles examinó el problema del error en el juicio en los An. Pr., II 21, 66 b 19 y sigs. A veces, dice el Estagirita, nos equivocamos en la posición de los términos. Pero también erramos en el juicio expresado sobre ellos. Ahora bien, como, según el Estagirita, nosotros vemos las cosas particulares por medio del conocimiento de lo general, el error es posible sin que nuestro error y nuestro conocimiento sean mutuamente contrarios. Pues el conocimiento se refiere a lo general, en tanto que el error alcanza a lo particular. Entre los escolásticos, el problema del error es examinado dentro de la cuestión de la certidumbre ; en rigor, el error puede ser entendido únicamente cuando hemos puesto en claro las diferentes formas en que puede darse la verdad y, en particular, esta forma peculiar de hallar lo contrario a la verdad que es la decepción y la desilusión.

Los escolásticos decían por ello que el error se opone a la verdad. Si la verdad es coincidencia entre el juicio y la cosa juzgada, el error será la discrepancia entre ellos. Otra cuestión, en cambio, es la que se refiere a las causas del error, causas que afectan no sólo a la estructura lógica, sino también a la psicológica, en particular a las causas que hacen posible la ignorancia. Esta cuestión fue asimismo dilucidada por los pensadores medievales, pero fue muy especialmente destacada por los filósofos modernos, quienes más que por alcanzar la verdad se preocuparon por eliminar el error. Así ocurre, por ejemplo, en Descartes, el cual se refiere a este punto en muchos pasajes de sus escritos (Rcgulae, VIII; Med., IV y V; Princ., I, 30 sigs., etc.); en Malebranche, el cual dedica al asunto prácticamente toda su Recherche, y en muchos otros filósofos. El caso de Descartes merece, sin embargo, una atención especial a causa del carácter extremo a que llevó su tesis (en parte anticipada por Juan Duns Escoto), según la cual el error reside en el acto de la voluntad que se pronuncia sobre el juicio y no en el propio juicio. Ello se debe a que Descartes estableció previamente una separación entre la aprehensión de ideas y «una cierta potencia de juzgar». Esta última es potencia de conocer o potencia de elegir (o libre albedrío). El error se debe a alguna imperfección en estas potencias. Pero como el acto de juzgar es un acto voluntario, sólo puede decirse que hay error cuando se hace intervenir la voluntad. En lo que se refiere al entendimiento, no se niega ni se afirma; es la voluntad la que afirma o niega y, por lo tanto, la que puede equivocarse. Los errores nacen del hecho de que «como la voluntad es mucho más amplia y más extendida que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo asimismo a las cosas que no comprendo» (Med., III). Y esa voluntad puede extenderse do tal modo ilegítimo no sólo a la afirmación de ideas que no corresponden a la realidad, sino también a la elección del mal en lugar del bien. De este modo son una y la misma causa la del error y la del pecado.

Muchos autores insisten en que no es legítimo confundir simplemente el error con la ignorancia, aun en el caso de que se suponga que el primero procede de la segunda. En efecto, mientras la ignorancia es una falta de conocimiento, el error supone previamente un conocimiento acerca del cual hay error. Con ello se admite que el error es, en cierto modo, algo positivo. Sobre esta base puede existir, como ha indicado Victor Brochard, un «problema del error», que se desvanecería tan pronto como se supusiera que el error es simplemente una carencia.

El problema de la naturaleza del error es tan fundamental que la «doctrina del error» puede caracterizar la índole de un sistema filosófico. En efecto, la existencia del error supone una cierta forma de relación con la realidad y, por consiguiente, envuelve todos los problemas clásicos acerca de la relación entre el ser y el no ser, paralelos a las cuestiones suscitadas acerca de la relación entre la verdad y el error. Brochard señala, por ejemplo, que dichos problemas han recibido tres soluciones y que de cada una de ellas depende la concepción que se tenga acerca del error. La primera solución —ya antes mencionada— es la que, con Parménides, Spinoza y otros autores, elimina el error al eliminar el no-ser: sólo la idea del ser, que es además la única existente, es verdad. La segunda solución es la que afirma que tanto el ser como el no ser son. Por lo tanto, habiendo una forma «atenuada» de ser que son los posibles, el error posee a su vez una cierta realidad: «un pensamiento falso —escribe Brochard— sería la aparición en el mundo actual de un fragmento de esos mundos posibles a los cuales la voluntad divina ha rehusado la existencia» (De l’erreur, 3a ed., 1926, pág. 246). El error sería en tal caso, como en Descartes y Leibniz —bien que de diferentes maneras—, una privación de inteligibilidad. Una tercera solución sostendría, en cambio, que no hay una verdad, sino que hay verdades. El error sería entonces algo real, que podría definirse como la representación de existencias inacabadas. Brochard estima, uniendo lo más plausible de las citadas tesis, que la existencia del error no es una privación de inteligibilidad, sino de voluntad. Pero, a su vez, el error no sería posible si no hubiese en un ser, el hombre, una unión de voluntad y entendimiento. Por eso se podría decir que «lo que hace posible el error en sí mismo es la unión en el mundo de la idea y de la voluntad». No habría error con la sola inteligencia y sin la voluntad. Y por ello «el principio metafísico del error es la libertad» (op. cit., pág. 275), libertad que es al mismo tiempo el principio metafísico que hace posible la eliminación del error y la obtención de la verdad, Max Scheler («Die Idole der Selbs- terkenntnis», en Vom Umsturz der Werte, I [1905], reimp. en Gesammelte Werke, 3 [1955], págs. 213-9) distingue entre el error (Irrtum) y el engaño (Täuschung). El error sólo se da en la esfera de las proposiciones y de los juicios; el engaño sólo se da en la esfera de las percepciones. Los que han creído que no puede haber engaño en la percepción (subjetivistas, fenomenistas ) han confundido la percepción con la sensación y han interpretado torcidamente la frase de Aristóteles: «No puede haber engaño de los sentidos.» En la sensación no puede haber ni engaño ni error. En el juicio no puede haber engaño, pero sí error.

En la percepción no puede haber error, pero sí engaño (el cual puede tener un fundamento objetivo o un fundamento subjetivo). Por eso un sujeto puede engañarse en las percepciones y no errar en los juicios, y viceversa.

Compilado por Abasuly Reyes – martes, 23 de agosto de 2011, 13:07 – Fuente: Diccionario de José Ferrater Mora