Del griego “praotes” y en el hebreo anvá, derivándose del latín “mansetudine” a su vez proveniente de “mansus” que significa quietud, refiriéndose a aquella tranquilidad espiritual que controla las emociones, al ser humano que no se desborda, que prudentemente expresa sus convicciones sin ofender, que no se entrega a las pasiones mundanas, que perdona, escucha y protege, sin hacer alarde de sus actos, que acepta los designios de Dios y no lo alteran las ofensas injustas de los demás, para quienes no reserva rencor ni venganza, no como síntomas de debilidad sino de equilibrio y fuerza de autocontrol.

Si bien en la Biblia hebrea, Moisés es caracterizado como un hombre dotado de mansedumbre que guió a su pueblo desafiando adversidades con resignación y piedad, sin embrago se irritó cuando bajó con las Tablas de la Ley y vio a su pueblo adorando el becerro de oro. Como virtud cristiana, es una cualidad de salvación que evita la ira y que se aloja en el alma del creyente por obra de la fe en Cristo y el Espíritu Santo, que otorga este don que otorga paz espiritual y abre las puertas hacia la eternidad. Se asocia con otras virtudes como la templanza, la prudencia, la bondad, la caridad y la humildad. No significa no sentir emociones ya que esto es humanamente imposible sino luchar y lograr controlarlas.

En el “Sermón de la Montaña”, Jesús de Nazaret, llamó a los Mansos, bienaventurados, y les auguró un lugar en el cielo. Él mismo aceptó con mansedumbre la dura condena que le impusieron de modo injusto y aceptó el sacrificio de la crucifixión, por lo que se constituye para los cristianos en el gran ejemplo a imitar.

Se aplica la mansedumbre como cualidad a todo aquello que permanece tranquilo, por ejemplo: “La mansedumbre del río invita a relajarse” o “En el pueblo las tardes tienen tanta mansedumbre que a veces resultan aburridas”.

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