La aprendiz caminaba detrás del viejo nagual por un sendero angosto que se abría paso entre los matorrales secos. El sol caía como un hierro candente, y cada paso levantaba un polvo dorado que parecía querer quedarse suspendido en el aire.
—Maestro —dijo ella—, siento que todo me pesa. Las miradas, las palabras, lo que otros creen que soy. A veces pienso que no avanzo porque cargo demasiado.
El nagual se detuvo sin mirarla. Señaló una piedra grande, redonda, que descansaba al borde del camino.
—Levántala.
Ella obedeció. La piedra era pesada, áspera, casi viva. La sostuvo unos segundos antes de dejarla caer con un suspiro.
—¿Para qué sirve cargarla? —preguntó él.
—Para nada —respondió ella, limpiándose las manos.
El nagual sonrió apenas, como quien escucha un secreto que el mundo aún no entiende.
—La importancia personal es esa piedra —dijo—. No sirve para nada, pero la levantamos cada día. La cargamos porque creemos que nos define, porque pensamos que sin ella no somos nadie. Y sin embargo, es lo que más nos detiene.
Siguieron caminando. El viento sopló desde el norte, trayendo un olor a distancia y a tiempo antiguo.
—Pero maestro —insistió ella—, ¿cómo se suelta algo que una ha cargado toda la vida?
El nagual se detuvo otra vez. Esta vez sí la miró, con una claridad que parecía atravesar la piel y llegar al hueso.
—No se suelta de golpe. Se afloja. Se observa. Se descubre su truco. La importancia personal es una sombra que se alimenta de nuestra atención. Si dejamos de mirarla, se encoge. Si la enfrentamos, se disuelve.
Ella bajó la cabeza, sintiendo que algo dentro se aflojaba, como un nudo que por fin cedía.
—Recuerda esto —dijo el nagual mientras retomaban el camino—: o terminamos con la importancia personal, o ella termina con nosotros. No hay punto medio. Una guerrera no puede darse el lujo de cargar piedras inútiles. Necesita ligereza para ver, para actuar, para vivir. Para amar y ser amada.
El sol comenzaba a caer. El sendero se abría hacia una planicie donde el horizonte respiraba lento.
La aprendiz caminó en silencio, más liviana que antes. Y por primera vez, sintió que el mundo no la miraba… sino que simplemente era. Y en ese espacio sin peso, descubrió que ella también podía ser.
Un cuento de Fabián Sorrentino sobre el trabajo con nuestra identidad.







