Un transcripción del artículo de: Agustín Serrano de Haro
Septiembre – Octubre 2012 | Revista Critica
También el dolor se dice de múltiples modos, se presenta de maneras muy diversas, adopta aspectos heterogéneos. Tantos que parece imposible su reducción a un único tipo básico o su dependencia genérica respecto de una forma fundamental que el pensamiento pudiera aprehender con ayuda de un solo concepto abarcador. Pero, por otra parte, en esta multiplicidad, en su dispersión prolífica, los muchos tipos de dolores tampoco llegan a fracturar una poderosa unidad de sentido, una inmediata afinidad interna entre ellos, que reaviva el interés del pensamiento por habérselas con el dolor.
Hay, en efecto, por lo pronto, el dolor del cuerpo, o los múltiples dolores del cuerpo, pues todo miembro, zona, punto de mi carne parece susceptible de suscitarlo, como si la vulnerabilidad de cualquier parte de mi cuerpo fuera condición de su pertenencia a la integridad somática. Tal como se advirtió desde antiguo, hay incluso órganos corporales de cuya existencia llego a enterarme por su inesperada e ingrata aparición dolorosa. Pero hay también el dolor del alma o del espíritu, o, si se prefiere, los muchos dolores de la existencia, que hacen presa en el ánimo y que la afectividad soporta. Las decepciones y fracasos, las pérdidas y rupturas, la culpa, los desgarros interpersonales, duelen, y la expresión no es aquí metáfora. Las penas producen en el yo, en la persona, parecido daño, y con parecida fuerza e imperio, a las que la migraña o la artrosis traen sobre el cuerpo: lesionan a la persona, desgarran su biografía, hieren al yo, como si él mismo tuviera carne. Tan diversas como son ambas esferas a este respecto: la corporal-somática y la anímicaafectiva- existencial, ambas se hallan estrechamente emparentadas, al punto de que el sufrimiento prolongado del cuerpo suele alterar, para mal, para pena, las condiciones personales de la existencia, mientras que, al revés, el sufrimiento del ánimo o del ánima da en somatizarse en forma de padecimientos corporales.
Con frecuencia se producen círculos del sufrir que hacen indiscernible si el dolor empezó por el cuerpo o si acabó en él, si empezó por el quebranto afectivo o acabó en él. La lengua habla, con extraña lucidez y sin dualismo ninguno, del dolor de la existencia.
Pero es que, además de la elemental distinción anterior, el doler se escinde, también muy obviamente, en el dolor mío propio, que me es íntimo e intransferible, y el dolor ajeno, que es íntimo a otro u otros. Aun cuando “desde fuera” la única diferencia estribaría en el sujeto personal al que se asigna el estado aflictivo –yo, tú, terceras personas, quienesquiera desconocidos–, la situación, mirada desde dentro, es notablemente distinta. Sufrir el dolor en primera persona es ser alcanzada mi vida por él, quedar expuesta mi vida a él –pues, además, el dolor no se para sino que se mueve– y quizá incluso quedar a su merced –si en su movimiento llega a descontrolarse–. Saber que alguien sufre puede quedarse, en cambio, en tener una mera noticia de ello, poco más que una información de escaso relieve. Ciertamente que el sufrimiento de los otros que me son próximos, que me son queridos, repercute también en mí, me “alcanza”, me afecta en una forma peculiar de dolor propio; al compadecerme con quien sufre en primera persona, me duele la aflicción ajena, me con-duelo. Con ello no se produce, sin embargo, una homogeneización del dolor, una participación en un único dolor que se distribuya entre dos sujetos, que se reparta en dos fracciones. Quien se solidariza en serio con el hambre, el padecimiento o la persecución que se abate sobre su prójimo no por ello experimenta el mismo dolor que la víctima, como si cupiera una trasfusión del sufrimiento, sino que experimenta un tipo de dolor distinto, que remite al original y lo tiene a la vista, en una perspectiva que, sin anular la distancia, tiende un puente sobre ella y establece una peculiar comunidad.
Y a todo esto casi no hace falta decir que tan elementales tipologías admiten grados y gradaciones, escalas de intensidad, y que cada dolor particular describe su propia trayectoria de intensidad. Pues, como ya he dicho, el dolor no conoce el reposo, no es un contenido estable que pare quieto, sino que oscila, es una tensión móvil que va a más o a menos, que se redefine o agudiza. Sin duda que era absurdo el antiguo empeño de la fisiología positivista por cuantificar los dolores corporales, por medirlos objetivamente con “dolorímetros”, pero es un dato conocido, y a la vez amenazante, que en su movimiento propio el sufrir siempre puede crecer y que puede hacerse extremo hasta el punto de lo “insoportable” –dice aquí la lengua sin miedo a la paradoja–; como también puede aliviarse, conjurarse, hacerse llevadero, o al menos soportable. Y en este rápido apunte de la unidad del doler y la multiplicidad de los dolores no debe faltar el recuerdo de que, junto a los sufrimientos penetrados de sinsentido, de pura injusticia, existen, como también se ha destacado muchas veces, dolores penetrados de sentido: los que con certera alarma avisan providencialmente de las enfermedades y patologías, los que se vinculan a situaciones cruciales benéficas como el parto,los que dimanan de esfuerzos denodados por grandes metas, por empresas colectivas, etc. Como una ley universal, que me sirve para cerrar este panorama introductorio, podría quizá valer la afirmación de que sólo un ser capaz de múltiples vertientes de la alegría puede experimentar asimismo tantos registros del dolor: sólo un ser apto para el disfrute personal y capaz de compartir el gozo está expuesto asimismo, casi por doquier, al sufrir. No se trata con ello de equilibrar magnitudes ni de abogar por templados términos medios, pero el gozo humano en la existencia, y en y por compartirla, tampoco merece trivializarse, descontarse, despreciarse. Ya se presente como barrunto o anhelo de fondo, ya en experiencias señaladas de plenitud o en satisfacciones cotidianas, el desdén o el descuido del gozo sólo alimenta las espirales del dolor…
El planteamiento fenomenológico
Esta mirada inicial al concepto de dolor, profundamente diversificado y a la vez profundamente unitario, es la propia de la fenomenología, que no en vano se hace guiar por la experiencia vivida. El planteamiento fenomenológico asume, en efecto, que la fuente primitiva de legitimidad para hablar con alguna verdad, con seriedad, acerca del dolor reside justamente en la experiencia dolorosa. Como no se cansó de repetir Michel Henry, la revelación absoluta del dolor se produce patéticamente,al sentirlo como un páthos, no al objetivarlo como un lógos. Pues en su núcleo el dolor es acontecimiento puro en primera persona, es la situación pasiva en que me encuentro, en la que “existo”, y que de inmediato conozco como tal. Antes de que los saberes de las ciencias médicas subsuman mi caso bajo nociones objetivas articuladas en tercera persona, vehiculadas en palabras generales que lo explican –“Usted lo que tiene es un cólico nefrítico”–, y que proceden de una percepción objetivadora e indirecta de mi cuerpo (las pruebas clínicas, los análisis), antes y a la base de todo ello, la “ciencia” originaria del dolor –se atrevía a decir el filósofo francés– es el doler mismo, es el sufrirlo en las propia carnes; son, en el mismo ejemplo, esos pinchazos agudos que me han asaltado con violencia por aquí, por mi costado derecho, y que perturban mi atención, condicionan mis posturas y motricidad e, inquietando el ánimo, alteran mi existir en el mundo. Sin este acceso primordial, sin este contacto privilegiado, todo otro saber sobre el dolor, por muchos oropeles científicos que despliegue, por más exactitud física y fisiológica que promueva, se tornaría un álgebra incomprensible, un lenguaje en clave cuyas fuentes de sentido desconoceríamos.
Pero esta primacía absoluta de la experiencia vivida para saber de qué hablamos cuando nos referimos al dolor no conduce a un reblandecimiento del concepto, mucho menos a su disolución nominalista. Lejos de admitir una variación sin límite en razón de los infinitos individuos dolientes y de las múltiples culturas habidas y por haber, el enfoque fenomenológico explora condiciones universales de esta vivencia y detecta legalidades comunes del fenómeno del dolor sea quien sea quien llegue a padecerlo en primera persona, sea aquí o en los trópicos, sea hoy, en los tiempos de Job o en un futuro remoto. Cada uno de los rasgos del dolor físico que con prisa he dejado caer aspiran por ello a una validez general inspeccionable despacio. La pasividad del dolor, cuya emergencia no me pide autorización, su carácter no estático sino móvil, el impacto sobre la atención, que se curva hacia el cuerpo, como “succionada” por él (decía Laín), su localización intuitiva en el esquema corporal íntimo, en mi cuerpo tal como lo siento –que admite la vaguedad, la simultaneidad, incluso el carácter “fantasma” de ciertos dolores, pero que veta un posible dolor en ningún sitio o en todos los sitios a la vez, o bien allí donde dice el especialista y no donde lo sufre el sufriente–, la temporalidad imprevisible –por la que no cabe dolor instantáneo, que surja y en el mismo instante cese, sino dolores distendidos en un curso y ritmo patéticos que no se dejan anticipar–, son todas ellas determinaciones distintivas de cómo un sujeto individual vive la aflicción que le aflige. La perspectiva en primera persona a propósito del dolor físico no sólo no entraña un relativismo individual, cultural o histórico, sino que promueve un acercamiento universal (y universalista) a la condición corporal del ser humano y al carácter privilegiado que, dentro de ella, corresponde al fenómeno del dolor. Al cabo, no hay cultura habida o por haber que pueda prescindir de los sujetos encarnados, ni individuos que experimenten su cuerpo sin que el dolor en él sufrido responda a esas características…
Con ampliaciones sustantivas y por entre grandes dificultades teóricas, también el dolor “psíquico” o anímico o existencial, el dolor de la pena, permite un acercamiento fenomenológico en un sentido semejante. Es decir, acometido en primera persona, sabiendo que el sufriente no es una variable de nada, ni siquiera de su propia cultura, pero sin por ello contar las pesadumbres particulares de nadie, sino como una meditación y comprensión genérica de estructuras del sufrimiento. La pasividad del yo ante el dolor, de un yo que en el páthos del sufrir es mucho más un centro allanado y vulnerado que un origen poderoso del que la vivencia irradie; el propio impacto atencional, que deja la atención fijada sobre lo que causa la pena, sin que uno pueda “quitarse el suceso de la cabeza” o desactivar su resonancia afectiva, el curso temporal incierto de crecidas, decrecidas, recrecidas, confluencias, etc., son ya algunas analogías elementales. Seguramente no se había propuesto una fórmula tan lúcida para ahondar en esta unidad diversa del fenómeno del sufrir como la que recientemente planteó un gran fenomenólogo español: “el dolor es la experiencia consciente del mal, la experiencia del mal como mal. O, en otras palabras, la experiencia del mal en su maldad”1. Sobre la base de esta determinación fecunda (que, bien entendida, no contraviene ninguna de las formas antes señaladas), cobra aún mayor relevancia la posibilidad teórica de proseguir la descripción del sufrimiento considerándolo asimismo como la encrucijada de partida en que la existencia humana se las entiende con el mal, lo encara, lo afronta. Pues entre los varios derroteros que se le ofrecen a este afrontamiento se cuenta, nada ocasional ni accidentalmente, más bien con pertinaz “normalidad”, el desentenderse del dolor ajeno, el tratarlo como esa mera noticia sin relieve. El encuentro intersubjetivo discurre en condiciones marcadas por la disparidad de estar o no viviendo el mal, mal-viviendo. Y es decisivo el matiz de que la intimidad vulnerada puede ser acompañada, aliviada, iluminada, por la humanidad del otro; y el mal personal tratado, respondido, soportado, gracias a la proximidad y asistencia del prójimo. El ejemplo del criado de Ivan Illich, que prestaba su cuerpo, en una incómoda postura retorcida, para que el juez pudiera adoptar un rato la única postura que traía algún alivio a las torturas de su cuerpo, resulta memorable en punto a cómo hasta el mal extremo se deja “conllevar” en alguna medida cuando el rostro y el hacer del otro contribuyen a sobrellevarlo. Pero entretanto, claro está, los allegados, los familiares y amigos, los distinguidos colegas, se hallaban en otras ocupaciones, en sus quehaceres “normales”, sin tiempo ni ganas de ser importunados por quejidos2.©
NOTAS
1. Miguel García-Baró, Del dolor, la verdad y el bien, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 47.
2. Para más precisiones sobre fenomenología del dolor físico me permito remitir a mis ensayos “Defensa de la perspectiva fenomenológica en el análisis del dolor”, en la obra colectiva Pensar la solidaridad (Madrid, Univ. Comillas, 2004), y “Dolor y atención. Un análisis fenomenológico”, en la antología Cuerpo vivido (Madrid, Encuentro, 2010).
Agustín Serrano de Haro | Instituto de Filosofía – CSIC