Cuando tolero algo estoy declarando únicamente que puedo vivir con ello.

Cuando acepto algo no sólo declaro que puedo vivir con ello, sino que ya no me va a afectar más en el futuro.La tolerancia supone una confrontación diferida. Es una conversación inicial de no posibilidad. En principio no hay espacio de intervención posible. Aceptación implica hacer una declaración necesaria para cerrar una conversación. Es cerrar un capítulo para abrir nuevas posibilidades.

Se ha llamado con frecuencia tolerancia a la actitud adoptada por algunos autores durante las guerras religiosas de los siglos xvi y xvii con vistas a consegui r una convivencia entre los católicos y los protestantes.

Posteriormente ha adquirido el término ‘tolerancia’ diversos sentidos: por una parte, significa indulgencia respecto a ciertas doctrinas u obras (sentido teológico); por otra, respeto a los enunciados y prácticas políticas siempre que se hallen dentro del orden prescrito y aceptado libremente por la comunidad (sentido político); finalmente, actitud de comprensión frente a las opiniones contrarias en las relaciones interindividuales, sin cuya actitud se hacen imposibles dichas relaciones (sentido social).

De acuerdo con su acepción originaria, sin embargo, la tolerancia se refiere al margen de libertad concedido a diversas sectas religiosas con vistas a hacer factible la vida de sus adhérentes en una misma comunidad. La tolerancia es considerada entonces por unos como un principio de disolución; otros, en cambio, la estiman como el único medio de convivencia y, por lo tanto, de posible eliminación de las violencias provocadas por la actitud intolerante. Las discusiones sobre la tolerancia abundaron en los siglos antes mencionados. Pero fueron asimismo muy vivas durante el siglo xvni (Voltaire escribió un tratado sobre la tolerancia) y se reanudaron en el XIX.

Durante este último siglo, empero, no se trató tanto de saber si había que ser tolerante o intolerante, hasta qué punto cabía serlo y en qué materias, como de saber si la tolerancia y la intolerancia habían sido o no respectivamente beneficiosa o nocivas para el desarrollo de la civilización europea. Los autores más «progresistas» fueron en este respecto tajantes: la intolerancia, mantuvieron, fue perjudicial; impidió el florecimiento de las artes y de las ciencias y, al limitar las condiciones del ejercicio del pensamiento, ahogó la originalidad y, con ello, la posibilidad de descubrir la verdad.

Los autores más «tradicionalistas» no fueron menos tajantes; la intolerancia, argüyeron, no es más que el legítimo ejercicio de defensa de la verdad contra el error, opinión que carece de sentido desde una mirada ontológica. Fue frecuente que los progresistas fueran protestantes de varias sectas, irreligiosos o indiferentes, y que los tradicionalistas fuesen católicos. Pero en modo alguno fue forzoso: hubo entre los católicos tolerantes e intolerantes, como los hubo entre los no católicos.

Además de esto, se manifestaron numerosas opiniones intermedias y gran cantidad de matices. Como muestras de las doctrinas sustentadas al respecto mencionaremos las siguientes: Proudhon defendió la tolerancia completa como paso necesario a una destrucción de todas las opiniones falsas y a una instauración del ideal de justicia universal; Jeremy Bentham defendió también una completa tolerancia en el sentido de una neutralización de ideales que hiciese posible una libertad verdadera; Comte proclamó la necesidad de la tolerancia como momento necesario durante el proceso crítico, pero defendió la intolerancia como afirmación de los ideales de la nueva edad estable; François Guizot sostuvo una posición moderada; Balmes, una posición «extremo-moderada»; Donoso Cortés, una posición «extremista». Las íesis de Bentham (el cual influyó sobre algunos constitucionalistas españoles doceañistas) y de Comte (que ejerció una gran influencia sobre políticos y escritores en el Brasil, México, Chile y otros países iberoamericanos) se deducen fácilmente de las doctrinas generales de dichos autores expuestas en los correspondientes artículos. A continuación nos referiremos con algún mayor detalle a las argumentaciones propuestas por tres autores que resultan iluminativos por la claridad de sus respectivas posiciones: Guizot, Balmes y Donoso Cortés. Aunque en el artículo consagrado a este último nos hemos referido ya al mismo punto, ampliamos aquí la información sobre el problema.

Según Guizot (Historia de la civilización en Europa, París,1828, numerosas ediciones; tratadistas como F. Vela, 1935) dicen: la tolerancia fue uno de los motores de la civilización europea. Al hacer posible la coexistencia de principios diversos, engendró un equilibrio dinámico que impulsó el progreso y evitó el estancamiento, el cual es propio de las sociedades regidas por un principio absoluto, sea secular o sea teocrático. Ahora bien, esta tolerancia no fue, al entender de Guizot, un producto de la reacción contra la Iglesia; el cristianismo mismo la ha llevado en su seno y sin él hubiese sido inconcebible.

Si ha habido explosiones de intolerancia, se han debido a la caricatura de sí mismo que todo principio lleva en su seno. La sociedad oscila siempre entre el despotismo y la anarquía, y sólo la tolerancia puede representar el punto central, equidistante, pero a la vez alimentado por los dos extremos que constantemente lo amenazan e impulsan.

Según Balmes (El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, Barcelona, 4 vols. [1842-1844], especialmente Cap. XXXIV, numerosas ediciones), la idea de tolerancia anda siempre acompañada de la idea del mal: se toleran malas costumbres porque no hay por el momento remedio adecuado contra ellas. «Cuando la tolerancia es en el orden de las ideas, supone también —escribe Balmes— un mal del entendimiento: el error. Nadie dirá jamás que tolere la verdad.» Ahora bien, este uso de ‘tolerancia’ supone que la verdad es conocida. Cuando así no ocurre, la tolerancia puede admitirse como posibilidad de expresión de varias opiniones, todas las cuales pueden ser verdaderas. Así, la solución es simple.

Frente al error, no puede haber tolerancia. La tolerancia universal (Cap. XXXV) es imposible, porque supone la inexistencia de la verdad o la equiparación de todas las opiniones a verdades. Pero como hay una verdad, cuando se presentan diversas opiniones hay que reconocer que una de ellas debe ser verdadera y la otra (u otras) falsas. Balmes niega, así, lo que él considera la típica tesis «protestante» o «irreligiosa»: la de que todos los errores son inocentes. En cuanto a Donoso Cortés, plantea el problema bajo la cuestión de saber si la naturaleza humana es falible o infalible, cuestión que se resuelve en saber si la naturaleza del hombre es sana o está enferma. Como el autor ha dado a sus argumentos sobre este problema la mayor concisión posible (excepción casi única dentro del carácter oratorio-apologético de su Ensayo), reproduciremos los mismos tal como constan en el libro I, cap.iii del citado libro: «En el primer caso —escribe Donoso— la infalibilidad, atributo esencial del entendimiento sano, es el primero, y el más grande de todos sus atributos; de cuyo principio se siguen naturalmente las siguientes consecuencias: Si el entendimiento del hombre es infalible, porque es sano, no puede errar porque es infalible; si no puede errar porque es infalible, la verdad est á en todos los hombres, ahora se los considere Juntos, «hora se los considere aislados; si la verdad está en todos los hombres aislados o juntos, todas sus afirmaciones y todas sus negaciones han de ser forzosamente idénticas; si todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son idénticas, la discusión es inconcebible y absurda.

«En el segundo caso, la falibilidad, enfermedad del entendimiento enfermo, es la primera y la mayor de las dolencias humanas; de cuyo principio se siguen las consecuencias siguientes: Si el entendimiento del hombre es falible porque está enfermo, no puede estar nunca cierto de la verdad, porque es falible; si no puede estar nunca cierto de la verdad porque es falible, esa incertidumbre está de una manera esencial en todos los hombres, ahora se los considere juntos, ahora se los considere aislados; si esa incertidumbre está de una manera esencial en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son una contradicción en los términos, porque han de ser forzosamente inciertas; si todas sus afirmaciones y todas sus negaciones son inciertas, la discusión es inconcebible y absurda.» Así, concluye Donoso, sólo la doctrina católica de que la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, vienen del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; y de la infalibilidad, lo absurdo de todas las discusiones, es capaz de centrar de nuevo al hombre en una creencia que afirme y niegue lo único que respectivamente pueden afirmarse y negarse: la verdad y el error. En un sentido en todo punto muy distinto del anterior ha sido usado el término ‘tolerancia’ por Carnap en el llamado «principio de tolerancia de la sintaxis», o también «principio de convencionalidad». Carnap se refiere al respecto a las exigencias negativas o restricciones introducidas por varios autores (Brouwer, Wittgenstein) en ciertas formas lingüísticas y señala que, no obstante los méritos de estas restricciones en la comprobación de diferencias importantes, pueden ser substituidas por una distinción de carácter definidor.

De ahí el citado principio de tolerancia, el cual no introduce restricciones, sino que fija términos o, mejor dicho, establece bases para la expresión. En algunos casos, dice Carnap, esto tiene lugar de tal modo que las formas lingüísticas de diferentes especies pueden ser investigadas simultáneamente (como los sistemas de las geometrías euclidiana y no-euclidianas ). Así ocurre, con un lenguaje definido y un lenguaje indefinido, un lenguaje con el principio del tercio excluso y un lenguaje sin él, etc. Esto tiene una importancia particular en la tan debatida cuestión de la división de proposiciones con sentido y sin él tal como resultó del examen de la noción de verificación.

Si tomamos el sentido fuerte de la verificabilidad tendremos que hacer inevitablemente exclusiones lingüísticas tajantes. Pero, en el rigor de los términos, tales cuestiones se refieren últimamente a la elección del lenguaje y, por lo tanto, pueden usarse expresiones que, de lo contrario, quedarían excluidas. Por eso dice Carnap que en la lógica no hay ninguna moral y que «cada uno puede construir su lógica, es decir, su forma lingüística, como quiera» (Logische Syntax der Sprache, í 17). Lo único que se requiere es que cada cual indique sus determinaciones sintácticas en vez de lanzarse a discusiones filosóficas.

https://youtu.be/eIZdaM2_xgI

Estas determinaciones sintácticas (que evitan, al entender de Carnap, los embrollos causados en la filosofía por el modo material de hablar o, mejor dicho, por la transposición a dicho modo de los modos formales) se refieren generalmente a diversos puntos (op. cit., 5 78), sin señalar los cuales el enunciado proferido quedará incompleto y resultará multívoco. En otros términos, todo el que use una expresión deberá determinar previamente en cuál de los siguientes modos la emplea, es decir, en cuál de los siguientes contextos sintácticos ha de poseer significación:

(1) Para todos los lenguajes; (2) para todos los lenguajes de una clase determinada; (3) para el lenguaje usado en la ciencia (en un sector de la ciencia o de una determinada ciencia); (4) para un lenguaje determinado cuyas determinaciones o reglas sintácticas han sidopreviamente establecidas; (5) para cuando menos un lenguaje de una clase determinada; (6) para cuando menos un lenguaje en general; (7) para un lenguaje (no previamente indicado) que haya sido establecido como lenguaje de la ciencia (o de uno de sus sectores); (8) para un lenguaje (no previamente indicado) que se proponga establecer, independientemente de la cuestión de si ha de ser utilizado como lenguaje científico.

Compilado por: Fabián Sorrentino – lunes, 25 de marzo de 2013, 08:01

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