En Santo Domingo Pueblo, Nuevo México, Estados Unidos, la ceremonia se desarrolla con toda la solemnidad imprescindible. Los bailarines van tejiendo sus minuciosos pasos y es como si rezaran con los pies. En verdad están rezando. Se trata de una rogativa de lluvia para la temporada de siembra que se inicia durante la Semana Santa. Y de golpe, interrumpiendo la larga hilera de bailarines que cumplen con su ritual sagrado, aparecen unos hombres semidesnudos, con plantas de maíz pintadas a lo largo de las piernas y en la espalda, con bandoleras de hojas, el pelo anudado sobre la coronilla con chalas de maíz hirsutas formando penachos. Al rato un grupito de tres de estos excéntricos se me acercan. Los reconozco, sé identificarlos como payasos sagrados, ellos alguna afinidad sentirán con esta extranjera tan distinta de los impávidos indios emponchados en sus mantas que observan la ceremonia. Se me acercan, los payasos sagrados, empiezan a hacerme morisquetas eróticas, uno de ellos toma un pedacito muy pequeño de piel velluda, se lo pone en la entrepierna, avanza la pelvis y se sacude. Yo río. No sé ellos, pero yo los siento como hermanos.

El escritor es un «sujeto en proceso», un carnaval,
una polifonía sin reconciliación posible,
una revuelta permanente.
Julia Kristeva, El porvenir de la revuelta (p. 82).

Desde que me enteré de su existencia empecé a pensar en la literatura como una función de payaso sagrado. Al menos la literatura de quienes se saben iconoclastas. Quienes aprendimos a reír en el momento más solemne y a romper las convenciones.

Poco sé de Bakhtin y su teoría de la carnavalización del texto, y lo poco que sé me llega de segunda mano, usado, lo leo en citas de trabajos críticos. Pero como en el fondo el carnaval y las máscaras son la pasión de mi vida, estoy siempre atenta a lo que al respecto ocurre a mi alrededor, tanto en la vida como en mi escritura. Y percibo las ironías y las paradojas, y disfruto aún en los momentos más penosos de la escritura.

Los payasos tienen por función principal, con todas sus atrocidades, sus bromas por demás procaces y abyecciones varias, desacralizar lo sagrado volviéndolo aún más sacro. Se trataría de una vuelta de tuerca suplementaria gracias a la cual entra en juego algo más que la fe, permitiendo una sincera suspensión del descreimiento. Lo mismo puede decirse de la literatura.

Entre los indios Hopi, cuando bailan las Machinas –palabra traducible por “quienes vienen de más allá del horizonte” y son las máscaras que encarnan a los espíritus de la lluvia– la danza debe ser perfecta. No puede haber error u omisión, de otra forma la armonía del cosmos se resentiría. Pero los locos payasos risueños, semidesnudos, embarrados, transgresores a ultranza, con una máscara-capucha de arpillera anudada como granos, tienen todo el derecho de molestar y burlarse de los oficiantes. Ni altos sacerdotes ni respetadísimos hombres de medicina se liberan de las despiadadas bromas de los payasos, más sagrados que todo lo sagrado. Los payasos son los únicos capaces de interpretar el idioma de los espíritus, traduciéndolos y a la vez tomándoles el pelo, porque son ellos quienes marcan la unificación, el inefable punto de contacto entre lo sagrado y lo profano, entre el secreto y su develamiento: las dos caras de una misma moneda.

Podría también decirse que personifican la fuerza del humor, del grotesco, de todo aquello que nos permite ver más allá de lo que nos está permitido ver a simple vista. Aquello que nos permite enfrentar, desde las contradicciones y la muy humana ambigüedad, los aspectos más aterradores y/o secretos de la vida misma.

Todo niño de la tribu sabe que las Machinas, esos bailarines con máscaras maravillosamente abstractas, son a la vez los espíritus y sus tíos o padres o hermanos mayores. “Los hombres que representan a las machinas son asimilables al arte –mero material físico en el cual se implementa algo no físico–”, aclara Jamake Highwater en su libro Ritual of the Wind (una Biblia al respecto), y son posiblemente los payasos sagrados quienes marcan dicha articulación, siendo los únicos capaces de desenmascarar a las Machinas sin correr peligro de muerte. Su mensaje es claro: nadie debe dejarse entrampar en la fe, sea ésta sentida de corazón o impuesta, dogmática o supersticiosa. Es menester no dejarse obnubilar por el límite del peligro que toda doctrina instaura para contener a quien pretenda ver del otro lado, conocerle el reverso a la moneda que nos está vendiendo.

Se trata de un camino por el que también circula la literatura, enmascarando para develar, rompiendo moldes, abriéndole el espacio a una mirada otra, una mirada siempre cuestionadora.

En el mundo indígena hay una pregunta que no puede ser formulada. La pregunta es “¿por qué?”. Una criatura occidental y judeocristiana se sentiría morir de frustración ante tamaño interdicto. Todo niño indígena, al menos entre los nativos de América del Norte, sabe que esa pregunta se la debe guardar para sí si pretende aprender algo. Los misterios no tienen una respuesta directa y corresponde elucidarlos por cuenta propia, como bien puede atestiguar el buen lector de buena literatura. Una única categoría de seres tiene derecho a formular la pregunta prohibida en alta voz. E insistir y molestar con la pregunta como si tuvieran muy occidentales cinco años. Son los payasos sagrados: los más desaforados, y bromistas, y sarcásticos y alevosos e irreverentes y sobre todo los más sagrados de todos los representantes de los espíritus.

Quien escribe literatura de ficción, siempre oscilando entre los dos mundos, es en nuestra sociedad quien insinúa el misterio sin la menor intención de revelarlo, y a la vez plantea las preguntas.

Los payasos sagrados son los únicos que han llegado a conocerse a sí mismos porque se han asumido en todas sus contradicciones. Son quienes aceptan de la vida tanto el lado oscuro como el claro, quienes se han enfrentado con lo inconfesable y por eso mismo pueden permitirse todos los desmanes. Hasta las últimas consecuencias. Hasta volverse peligrosos, y no sólo porque se puede también morir de risa sino porque todo acceso al conocimiento, por oblicuo que sea, representa una amenaza. Pero una amenaza que salva.

Desde el punto de vista occidental el sistema de pensamiento de estos seres liminales parecería ser más literario que práctico. La paradoja, la ambigüedad, la metáfora, la irreverencia, el absurdo, el desatino, todos tienen un lugar preponderante en su cosmogonía. Como en la remanida novela latinoamericana.

Highwater cita un consejo de los ancianos de su tribu que me parece perfecto para leer la realidad y para abordar la escritura:

“Debemos aprender a ver el mundo dos veces. En primera instancia fijar la vista al frente para no perder la más mínima gota de rocío sobre una hojita de hierba o el humo que se eleva de un hormiguero frente al sol. Nada debe escapar a la mirada directa. Pero hay que aprender a mirar de nuevo, con los ojos puestos al borde de lo visible, y hay que ver tenuemente si se quieren ver las cosas que son tenues –las visiones, la niebla, la gente de las nubes, los animales que disparan en la oscuridad. Debemos mirar el mundo dos veces si queremos ver todo lo que hay para ver.”

Con estas u otras palabras, los ancianos de las tribus repiten la idea, y los jóvenes que quieren escuchar comprenden, y saben por ejemplo que al observar una ceremonia o asistir a un ritual no son necesariamente las danzas y las representaciones lo único que está ocurriendo allí. También interactúan corrientes de energía que circulan por carriles para nada accesibles al pensamiento pragmático. En el mundo no-dualista, la realidad y lo otro están más que conectados, son interdependientes. Y el mal, por ejemplo, es imprescindible para la existencia del bien. Y lo profano suele ser superior a lo sagrado, porque resalta y destaca lo sagrado.

Porque al mundo hay que mirarlo dos veces. Y percibir el punto de intersección entre lo visible y lo invisible. Como la corriente eléctrica que va de un polo al otro perpetuamente, diría Rolling Thunder. O diría Derrida al hablar de la déference.

Me entusiasma comprobar que corrientes similares entran en juego cuando la escritura se manifiesta en todo su esplendor, cuando supera nuestra expectativa de trama y nos asusta. En tanto que escribientes, que siervas de la palabra.

Podemos ser entonces koshare o koyemshi, los payasos de los indios Hopi, los que tienen respectivamente cabeza de barro o el cuerpo pintado con grandes rayas blancas y negras. Nada de eso ostentamos mientras escribimos, pero las excrecencias en algún plano existen, y nos volvemos fieras y payasas, reímos y blasfemamos, estamos dispuestas a todo mientras el lenguaje por nuestro intermedio va cobrando sus presas. Llegamos a ser, en los más lúcidos momentos de escritura, como el payaso de los Sioux, el representante más virulento y más respetado y más festejado de la tribu.

Lame Deer lo define:

“Payaso en nuestro idioma se dice henyoka. Es el hombre cabeza-abajo, el hombre delante-para-atrás, el hombre sí-no, el que contraría. Cualquiera, hombre o mujer, puede convertirse en payaso, de un día para el otro, le guste o no le guste. Basta con soñar con el rayo o con el pájaro de trueno. Cuando se despierta ya es un henyoka, y no puede evitarlo aunque quiera”.

Y más de uno querría evitarlo (y más de una escritora vivirá momentos en los que preferirá ser cualquier otra cosa con tal de no tener que enfrentarse con sus propios fantasmas y los fantasmas sociales), porque en dicho sueños habrá aparecido algo que avergüenza por demás al soñador. Un elemento o un detalle o una anécdota terrible y denigrante, y quienes han sido visitados por un sueño semejante se verán compelidos a actuar su vergüenza frente a toda la tribu, para liberarse. Y la tribu se reirá de buena gana, y la risa los tornará a todos sagrados. Y nacerá así el nuevo payaso, “el que se conoce a sí mismo”, el que ha sabido enfrentar y sobreponerse a su humillación y a su pequeñez o mezquindad o miedo. Más de un escritor/a se reconocerá en este espejo.

Luego de ser señalado por el pájaro de trueno, el nuevo payaso o payasa debe empezar a hacerlo todo al revés. Hablará en palíndromo, cabalgará mirando la cola del caballo, caminará de espaldas.

Es la inversión del mundo. Es la imagen del espejo. Es la literatura.

Los payasos sagrados son seres liminales y también cruzan el umbral, señalan el límite de la realidad cotidiana y lo superan, los payasos toman los preceptos éticos y los hacen añicos. Habrá quien piense que así son muchos de nuestros políticos, hoy, pero debemos tener en cuenta que hay formas de distinguir al payaso sagrado de los otros: el payaso sagrado siempre es el más pobre, el que viste en harapos cuando va vestido, el que no busca el poder sino todo lo contrario, abomina el poder y despiadadamente intenta denunciarlo y subvertirlo.

Este payaso es el gran irreverente, el venerado. Es quien va a cometer todas las llamadas atrocidades, las acciones más escatológicas. El Pequeño pero cumplidor Larousse nos asiste. Escatología: tratado de los excrementos/ broma soez. Escatología: doctrina referente a la vida de ultratumba. El Pequeño Larousse no lo dice, pero sabemos que escatológicos son los ángeles en esta segunda definición. Y lo son, en ambas acepciones, los payasos sagrados del mundo indígena.

Porque ellos harán las bromas más soeces, comerán excrementos, desplegarán simulaciones sexuales que serían absolutamente pornográficas en otro contexto. No en el de ellos: ellos hacen de la risa y del impudor, de la transgresión y la iconoclastia su forma de enseñanza. Ellos nos enseñan a ver siempre la otra cara de la moneda y además divierten, siendo el humor un arma impecable para romper las barreras del miedo y de la censura.

Una vuelta de tuerca más para asimilarlos a la literatura. O para seguir indagando por otras latitudes, porque en distintas partes del mundo hay payasos o hay payasas, todos seres intermedios. Son los intermediarios. Como el que vi oficiando entre los Makeshi de Zimbabwe, con su faldita de rafia, su máscara diferente de las otras colocada sobre la frente bajo una vasta peluca, y ese par de tetas enhiestas como cocos. Que eran cocos.

Nosotras también, practicamos en el mundo entre dos aguas porque somos escritores (y ya volveré algún día a esta letra e del idioma castellano. La risa payasesca puede asistirme en el intento: escritor él, escritora ella, escritore cualquiera de los dos, indistintamente).

Por fortuna no faltan las payasas en un rol exclusivamente femenino. En la diminuta, casi invisible islita de Rotuma, que no aparece ni como punto en el mapamundi porque la escala no lo permite, los payasos sagrados son mujeres que, pasado su tiempo de procreación, pueden con toda libertad ejercer su poder de recreación. De re-creación, como si se volviera a hacer el mundo. Me pregunto si el estar fuera del mapa, en muy literal aislamiento, no habrá sido la única razón gracias a la cual sobrevivió la antigua costumbre que en zonas mundanas del mundo acabó por invertir los géneros.

Las payas de Rotuma “son la personificación de lo humano y lo divino. Con características a la vez femeninas y masculinas…, su esmero por las bromas e insinuaciones sexuales es una alusión directa a la fertilidad humana y cósmica”, señala Vilsoni Hereniko en su libro Woven Gods. Son también peligrosas y temidas. Es decir que cumplen la más perfecta de las funciones literarias, abriéndole paso a la ficción como una forma perfectible de esto que solemos llamar realidad, equidistantes entre el horror y la gloria, nunca tomando partido por extremo alguno, hereclitianamente desmedidas.

Quienes conocen el poder curativo de la risa conocen también su demoledora fuerza. Y saben, como afirman los indios Crow, que “el mal siempre se aleja de un lugar donde la gente está contenta”. Porque el humor es una de las mejores armas para romper barreras de miedo y de censura, y es una poderosa lente para mirar el sol sin que su feroz luz nos enceguezca.

 

Ventana

Se ve que aún no me he doctorado en esto se de ser una payasa de la escritura. Porque no me decido a poner en el cuerpo del texto anterior ciertas reflexiones que el mismo me va suscitando.

¿Quién puede atestiguar por el testigo? Pregunta Benjamin y retoman Derrida y compañía. En este contexto la respuesta sería obvia, y sin embargo casi no me animo a decirlo con todas las letras: el Payaso, por supuesto.

Cuando Adorno dijo “No se puede escribir después de Auschwitz”, conmovió los cimientos de quienes esperaban (esperamos) poder decir las atrocidades por escrito. A pesar de los múltiples ejemplos de lo contrario (Juan Marsé es uno) nos quedaba latiendo un pudor ante el intento de meterse en el corazón mismo del sufrimiento ajeno. Juan Pablo Feinman, en su trabajo “Adorno y la ESMA” logró aclarar en parte el panorama tomando posteriores citas en las que el filósofo se centra en la forma y no en el fondo: “Imposible escribir bien, literariamente, sobre Auschwitz”, y en otra parte: “Cuando se habla de ‘lo horrible’, de la muerte atroz, nos avergonzamos de la forma como si ésta ultrajara al sufrimiento”. (Los subrayados son míos).

Desde la escritura de ficción, que intenta decirlo todo, no nos está permitido detenernos ante la barrera del miedo al ultraje tras la cual se esconde la autocensura, el miedo común y corriente y el enorme dolor de encarar ‘lo horrible’. Conviene entonces encontrar subterfugios para poder contornear la barrera y lograr así decir lo que se resiste a ser dicho e indirectamente permitirle a quien lee un respiro mientras se sumerge en las zonas tenebrosas. En este juego de cintura radica el verdadero hecho literario, negarlo sería negarle a la literatura su condición de repositorio de una memoria imprescindible. Y alguna pirueta formal se hace necesaria para desacralizar nuestro profundo respeto por el sufrimiento ajeno, por que no hay sufrimiento en verdad ajeno, lo sufrido por un solo ser humano lo estamos sufriendo todos, es sabido.

Y es aquí donde la noción de payaso sagrado viene en nuestro socorro, no para reír directamente –por supuesto– sino para abrir hendijas por donde pueda colarse hasta un dejo de risa o de rebeldía. Como en todo intento de supervivencia.

Leo en Diario de un clandestino, de Miguel Bonasso (2000):

“Vine del diario cumpliendo el barroco programa de seguridad que han diseñado para cuidarme. Una serie de medidas que no pocas veces degeneran en gags de película cómica por las continuas desprolijidades de la Armada Barcelona” (pg. 177).

“La salida fue mucho más cómica que angustiosa. Estoy cada vez más convencido de que mi principal lazo con el marxismo son los Hermanos Marx” (pg. 264).

Y, reforzando la idea, en su libro absolutamente testimonial, quien entre otras cosas formó parte del Consejo Superior de Montoneros hace hincapié en “ese sello Woody Allen que me empeño en conseguir para interrumpir por unos minutos el clima de duelo” (pg. 186).

Luisa Valenzuela, Peligrosas palabras. Reflexiones de una escritora, Buenos Aires, Temas, 2001, pp. 167-180.