Beth Ludojoski – viernes, 21 de marzo de 2008, 15:19

Carga obligatoria que los individuos y empresas entregan al Estado para contribuir a sus ingresos. Sin los impuestos, que históricamente han tomado muy diversas formas, no podría concebirse la existencia del Estado pues éste, como entidad jurídicamente independiente de las personas privadas, no tendría recursos para realizar sus funciones: defensa, prestación de servicios, pago de funcionarios, etc. Los impuestos constituyen por ello el grueso de los ingresos públicos y la principal base para sus gastos.
En las sociedades modernas los impuestos se clasifican en dos grandes categorías: impuestos directos e impuestos indirectos. Los primeros recaen directamente sobre el contribuyente, en tanto persona natural o jurídica, e incluyen los impuestos sobre la renta, los que se cobran a las sucesiones y herencias, los impuestos al enriquecimiento, y también las cantidades que se pagan al fisco por la realización de diversos trámites personales, como la obtención de documentos de identidad, licencias, pago de derechos, etc. Los impuestos indirectos son los que se cargan sobre las mercancías o las transacciones que se realizan con ellas: así sucede en el caso de los impuestos a las ventas, al valor agregado (IVA) o añadido, cuando se pagan aranceles para importar bienes, etc.

La incidencia de uno u otro tipo de impuestos depende de las escalas que se establezcan y de los bienes sobre los que recaigan. Los impuestos directos, en especial aquellos que se aplican sobre la renta, suelen ser progresivos, es decir, más que proporcionales en relación a las rentas de los contribuyentes, por lo que se utilizan por los gobiernos que intentan redistribuir la riqueza entre los miembros de la sociedad. Los impuestos indirectos, cuando recaen sobre todos o casi todos los bienes y no sobre los pocos que se consideran suntuarios, resultan en contrapartida regresivos, porque los consumidores de menores recursos no pueden prescindir de la compra de ciertos bienes y servicios y el impuesto, por lo tanto, reduce más que proporcionalmente los ingresos que reciben.

Los impuestos directos se calculan normalmente sobre la renta o el enriquecimiento neto que una persona ha obtenido en un año o período fiscal determinado, o sobre las ganancias de las empresas. Hasta hace algunas décadas éste era el impuesto principal que recogían casi todos los gobiernos. A medida que las funciones del Estado fueron creciendo, que se difundieron políticas de corte redistribucionista y que se expandió la seguridad social, las escalas fueron aumentando también, para obtener los ingentes recursos fiscales que se iban requiriendo. Ello llevó a que, más allá de cierto punto, se sintiesen los efectos de tan fuertes cargas impositivas sobre el ahorro y la inversión: al privar a los ciudadanos y las empresas de una significativa proporción de los ingresos que superan una determinada cifra, se desalientan por completo los esfuerzos por aumentar la producción y el ahorro. Los impuestos, por lo tanto, presentan un rendimiento decreciente más allá de cierto punto: la gente prefiere un mayor ocio frente a una renta imponible mayor e, incluso, puede tener que optar por el desahorro para poder mantener un cierto nivel de consumo. Por ello los impuestos directos se han reducido en muchos países durante la última década y han sido sustituidos en parte, como fuente de ingresos fiscales, por los indirectos.

El tipo más simple de impuesto indirecto es el impuesto a las ventas, que carga con un tipo uniforme a todas las ventas que se realizan a los consumidores finales. El impuesto a las transacciones, por otra parte, se cobra en cada intercambio comercial que se realiza en la cadena de producción de un bien: por cada transacción el comprador debe pagar un porcentaje fijo que se añade a su costo, el cual, así aumentado, vuelve a ser pechado con el impuesto, produciendo un «efecto cascada» que lleva a multiplicar por varias veces el valor inicial del producto. Por ello actualmente, en casi todas partes, se utiliza el impuesto al valor agregado: en este caso se cargan sólo las transacciones netas entre las empresas, de modo tal que el impuesto recae sobre el diferencial entre el precio de venta final y la suma de los costos parciales. De esta manera cada empresa se ve obligada a actuar, por su propia conveniencia, como agente provisional de retención, pues paga los impuestos de los insumos que utiliza para luego cargarlos en la siguiente fase de la cadena de producción, con lo que se facilita y abarata la tarea de recaudación impositiva; otra de las ventajas del IVA es que no afecta de un modo tan directo al consumo como el impuesto a las transacciones mencionado anteriormente.

Cuando los impuestos indirectos recaen sólo sobre cierto tipo de bienes, como en el caso de los productos suntuarios, el resultado final es poco alentador: las cifras recaudadas no suelen ser significativas y en cambio se produce una distorsión, a veces seria, en la asignación global de recursos. Por ello estos impuestos especiales sólo se suelen aplicar a ciertos bienes cuyo consumo se pretende desalentar: cigarrillos, licores, ganancias obtenidas en el juego, etc.

En cuanto a los impuestos al capital o a la propiedad, que los gravan en sí mismos, sin tomar en cuenta las rentas que produzcan, ellos han caído en desuso o se han aplicado sólo en circunstancias muy especiales. El motivo es que, en la práctica, resultan claramente confiscatorios, desalentando las inversiones y el crecimiento, y erosionando los fundamentos de una economía sustentada en la propiedad privada.